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Por el Dr. Omar López Mato*

Hubo un tiempo sin dudas diagnósticas. La verdad estaba allí, líquida, cristalina, a veces opalescente. Solo debía leerse el mensaje secreto flotando en un frasco de vidrio. Allí estaba todo claro para aquel que supiera descifrar entre estos efluvios las enfermedades ocultas, las causas de los dolores insidiosos, las escondidas vergüenzas y los malos amores. La verdad estaba allí, diluida en la orina del paciente…
La uroscopia fue por siglos la herramienta diagnóstica fundamental para descubrir la causa de las enfermedades que afectaban a hombres y mujeres. La teoría de los humores, tan estudiada por Galeno, no podía dejar de lado como fuente de información la orina, elocuente elemento brotado de las mismas entrañas del individuo.
En 1379 un fraile dominico, Henry Daniel, detalló los colores de esas aguas y su correlación con los humores del afectado. Para él, en el caso de una orina roja y fina, un colérico sería su excretor. Blanca y gruesa era la de los flemáticos. El color lechoso pronosticaba un pronto y terrible desenlace.
El Libro Iudiciis Urinarum planteaba 40 diagnósticos diferenciales con solo estudiar las aguas del paciente.
A pesar de los escépticos, que siempre hubo y habrá, las personas en general creían en las bondades de este método diagnóstico que no carecía de bases fisiopatológicas para discernir entre males. La presencia de sangre, pus, pigmentos biliares son elocuentes marcadores de enfermedades. La espuma en la orina nunca es de buen pronóstico, ya que implica la presencia de proteínas, solo permeables al riñón en casos de nefropatías. La cantidad de orina indica indirectamente el estado de hidratación del organismo o el funcionamiento renal. En caso de escasez, insuficiencia; en exceso, diabetes. La palabra “diabetes” quiere decir atravesar. Las aguas atraviesan el riñón escapando del organismo. Para saber qué tipo de diabetes padecía el enfermo, los esforzados galenos de antaño recurrían al heroico recurso de saborear la orina en cuestión. ¡Sí, Señor! Por el bien de sus pacientes, los profesionales, atados a las cadenas al juramento hipocrático, no dudaban en llevar a sus labios el dorado líquido.
Sabían por experiencia, duramente adquirida, que no siempre tenía ese sabor ligeramente ácido. A veces un gusto dulzón impresionaba su paladar entendido. Otras ni gusto tenían, eran tan insípidas como el agua.
Después de largas deliberaciones, los médicos de antaño llegaron a la conclusión de que dos enfermedades de distinta causa compartían el mismo nombre. Una diabetes era mellitus, por su sabor a miel; la otra diabetes era insípida, por las razones que ustedes bien imaginarán. Con el tiempo supieron que ambas se debían a la falta de una hormona en particular, la insulina en el caso de la mellitus y la hormona antidiurética en el caso de no tener gusto. Para alivio de los estudiantes de medicina debo aclarar que ya no hace falta probar la orina de los pacientes para distinguir entre estas y otras enfermedades.
La costumbre de examinar la orina fue tan característica de los médicos que el matraz llegó a ser símbolo de la profesión. La práctica debe haber sido muy común entre los médicos holandeses, porque existen no menos de 22 cuadros de diversos pintores —Teniers, Metsu, Van Mieris, Jan Oteen y Dou entre otros—, donde aparecen profesionales examinando concienzudamente la excreción de sus enfermos.
Mujer hidrópica - Gérard Dou
Justamente, en un cuadro de Gérard Dou (Mujer hidrópica, 1663) se ve al médico ricamente ataviado, a tono con el refinado ambiente burgués de su paciente, observando con atención propia de un sommelier los líquidos de la señora. Observen el rostro pálido y azulado de la dama, su abdomen distendido, sus pies hinchados. Ya no tolera el calzado. Su posición semiacostada le permite ventilar sus pulmones. “Insuficiencia cardíaca derecha” será el diagnóstico. La sangre, dificultosamente bombeada, se acumulaba en las extremidades inferiores, hinchando los pies y, en caso extremo, acumulándose en el abdomen.
Algunos profesionales habían adquirido tal exquisitez semiológica en el examen de las aguas que ya no necesitaban ver al paciente en cuestión. Eran los uromantes. El matraz se había convertido en una bola de cristal, donde podían leer los diagnósticos de sus enfermos. Algo que llamaban la “uroscopia por mensajero”.
Ante la proliferación de los diagnósticos a distancia —cinco siglos adelantados a la telemedicina—, el Colegio Médico de Londres se vio obligado a prohibir esta práctica, aunque algunos uroscopistas persistieron hasta bien entrado el siglo XIX.
Una anécdota atribuida a varios médicos, entre ellos el célebre Charles Bell (que inspiró a su alumno Conan Doyle la figura de Sherlock Holmes por su sagacidad), cuenta cómo con solo observar un frasco de orina el médico en cuestión le dice a la portadora que esos líquidos pertenecen a su marido, que este era sastre y que la pareja vivía en tal lugar. Muda, por la sorprendente revelación, la señora solo atinó a asentir. El doctor le prescribió un medicamento y le dijo que si no mejoraba en 10 días debía volver. Los alumnos asombrados le preguntaron cómo sabía todo eso, a lo que respondió: “La señora parecía sana, llevaba anillo de casada y el frasco estaba tapado con tela. Solo un sastre se permite este despilfarro. Los sastres pasan mucho tiempo sentados y se constipan. Para eso lo mediqué”. ¿Y cómo sabía donde vivía? “Por el barro de sus zapatos… es típico de ese lugar”.
La semiología, el difícil arte de observar, ha perdido terreno y pasó a ser un recurso que es ejercido por un número decreciente de profesionales, nostálgicos de estos tiempos en que la medicina se reducía a observar, deducir y considerar las posibilidades diagnósticas.
A los médicos que cultivamos canas, cuando no calvicie, nos han criado en el dogma de la monarquía clínica; pero en estos tiempos que corren, la aristocracia ha perdido la batalla frente a la plebeya tecnología. Será cuestión de acostumbrarse…

*Médico oftalmólogo e investigador de la historia y el arte. Entre sus libros se encuentran Cuadros Clínicos y Males de artistas.